En un rincón olvidado de la costa norte, se alzaba la pequeña aldea de Elmoor. Desde tiempos inmemoriales, sus habitantes vivían al compás del viento salino, de las mareas, y de una tradición oscura que arrastraban desde generaciones antiguas. Las sirenas, criaturas tan temidas como veneradas, eran las dueñas invisibles de aquellas aguas. Cuentos susurrados decían que su canto era capaz de hacer enloquecer a los hombres y que sus manos frías arrastraban a los incautos al abismo. Para mantener a las sirenas complacidas y evitar que el mar se llevara a los suyos, la aldea debía ofrecerles sacrificios anuales.
Cada año, al inicio del verano, cuando la niebla comenzaba a disiparse y las aguas se teñían de un azul más profundo, llegaba el momento de la Ceremonia del Solsticio. Nadie en Elmoor discutía la necesidad de este ritual. Aquellos que lo habían intentado en el pasado habían sido castigados con la furia del mar: naufragios, tormentas que arrasaban cosechas, niños desaparecidos. Nadie dudaba de la existencia de las sirenas, aunque pocos las habían visto. Eran los ancianos los que más hablaban de ellas, con ojos opacos de terror y respeto.
Este año, el ambiente estaba más cargado de lo habitual. Los rumores se esparcían como la espuma del mar. Decían que las sirenas estaban cada vez más hambrientas, que las ofrendas de los últimos años no las habían satisfecho. Algunos marineros que habían sobrevivido al naufragio de sus barcos hablaban de sombras bajo el agua y de cantos que resonaban incluso en sus sueños. Algo oscuro estaba creciendo en el fondo del mar, algo que ni siquiera los sacrificios parecían poder detener.
Marla, la hija del líder del consejo de ancianos, había escuchado estas historias toda su vida. Tenía apenas diecisiete años, pero ya comprendía el peso de la tradición que su familia cargaba sobre sus hombros. Desde pequeña, le habían enseñado a temer y respetar al mar, a las criaturas que lo habitaban y a las decisiones del consejo. Sabía que su destino estaba ligado a la Ceremonia, pero jamás imaginó que su nombre sería pronunciado cuando llegó la noche de la elección.
El consejo se reunía en la plaza central, un círculo de piedra que había sido el centro de incontables sacrificios. La luna llena iluminaba el rostro de los ancianos mientras el resto de la aldea observaba en silencio. Cuando su padre se levantó, el aire parecía espesarse. “El sacrificio de este año será Marla.” El eco de su nombre resonó en la plaza. El corazón de Marla se detuvo por un instante antes de acelerar como un tambor. Su mente no pudo procesar la realidad hasta que sintió las miradas de los aldeanos clavarse en ella. Algunos expresaban una pena silenciosa, otros parecían aceptar la decisión con resignación. Sabían que la vida de un joven cada año era el precio que debían pagar por la protección de las sirenas, y Marla era simplemente la siguiente en la lista.
Esa misma noche, fue llevada a una cabaña apartada, custodiada por las mujeres mayores del pueblo, encargadas de prepararla para la Ceremonia. El día del sacrificio sería al atardecer del día siguiente, cuando el sol besara el horizonte por última vez antes de que el verano comenzara. Las ancianas lavaron su cuerpo con agua salada y le dieron un vestido blanco, simple, pero cargado de simbolismo. A lo largo de los años, muchos jóvenes habían vestido ese mismo atuendo antes de ser ofrecidos al mar. Marla permaneció en silencio mientras la preparaban, pero su mente trabajaba frenéticamente. No podía aceptar su destino. Sabía que si no hacía algo, no vería otro amanecer.
Esa noche, mientras las ancianas dormían, Marla se escabulló de la cabaña. Corrió hacia el acantilado donde la Ceremonia tendría lugar. Sabía que si intentaba huir, las sirenas la encontrarían de todos modos, pero tenía una idea. Había oído historias sobre una antigua lengua que, según decían, las sirenas entendían. Los ancianos lo mencionaban a veces en sus reuniones más secretas, y Marla había memorizado algunas de esas palabras.
Se paró en el borde del acantilado, mirando las olas negras romper contra las rocas. Tomando aire, comenzó a recitar los fragmentos de la lengua antigua que recordaba. Al principio, el viento y el mar parecieron devorar sus palabras, pero luego, el agua se volvió inquieta. El cielo se oscureció aún más, y un canto comenzó a surgir desde las profundidades. Una melodía hipnótica que hizo temblar a Marla hasta los huesos. Sabía que había logrado llamar la atención de las sirenas. De las aguas emergieron figuras.